Después de comprarle una chuchería a Kira, nos pusimos a buscar.
Recorrimos todos los parámetros de la aldea, en cada rincón, lo que fuera. Pero no había nada. Miramos en las casas por si Keiran se alojaba en alguna. Entrevistamos a las personas del pueblo por si alguno era él disfrazado… pero nada.
Hasta que encontramos a un grupito de niños, un poco mayores que Kira, jugando a la luz de la luna en una fuente.
Nos acercamos.
-Hey, chicos –empecé.
Los cuatro niños me miraron confusos por interrumpirles su juego.
-¡Tu pelo! –señaló uno-. ¡Es de plata!
-Sí. ¿Podéis ayudarnos?
Miraron a Kira, que se aferró a mi pierna con timidez, y otra vez a mí.
-¡No queremos!
Suspiré.
-¿Y si os digo que puedo hacer magia?
-¿Magia? –se miraron entre ellos.
-Sí.
Alcé la mirada hacia la fuente. Ellos también la miraron, y de repente aparecieron colores vivos en el agua.
-¡Guau! –gritó uno.
Otro tocó el agua, y al sacar la mano, ésta estaba pintada de rojo, verde, amarillo y azul. Los niños me miraron asombrados.
-¡¡Es un brujo!!
-¡No, un mago!
-¡Un hechicero!
-Sí, sí. Pero no lo digáis tan alto, y no se lo digáis a nadie, ¿queda claro? –asintieron emocionados-. ¿Qué sabéis sobre un tal Lord Keiran?
Los niños apretaron los labios, asustados. Sonreí. Eso quería decir que habían oído hablar de él.
-Vamos, no tengáis miedo.
Uno de ellos, el que suponía que era el que mandaba, avanzó un paso y me hizo una señal con la mano de que me acercara. Solté la mano de Kira y me acuclillé en frente del crío.
-Dicen –susurró- que es el hombre más malo de todos. Y es verdad. Un día nosotros fuimos por el bosque, y encontramos el camino para llegar a su castillo, que es muy, muy grande. Pero hay fantasmas, y lobos, y murciélagos… Da mucho miedo.
-¿Y por dónde se va a ese castillo?
Se dio la vuelta y me señaló un punto bastante apartado de la plaza, dónde se celebraba la fiesta.
-Por allí. Pero ten cuidado, porque te puedes perder rápido.
-Querrás decir que me puedo perder fácilmente.
-Eso.
Asentí y me levanté. Miré a Kira, le cogí la mano y les agradecí a los niños su ayuda.
Entonces pasamos por la plaza –dónde, extrañamente, todos y cada uno de los pasajeros del tren no parecían acordarse de eso, del tren- y nos dirigimos al bosque.