Me volví despacio, y todos le miramos con la boca abierta. El hombre tenía los ojos cerrados y cantaba una canción que no había escuchado nunca. Tenía una voz preciosa.
Ella existió, sólo en un sueño
él es un poema que el poeta nunca escribió
y en la eternidad los dos
unieron sus almas
para darle vida
a esta triste canción de amor.
Él es como el mar,
ella es como la luna
y en las noches de luna llena
hacen el amor
y en la eternidad
los dos unieron sus almas
para darle vida
a esta triste canción de amor.
Todavía tenía la boca abierta cuando me di cuenta de algo: no la cantaba porque sí.
Cuando abrió sus ojos, me buscó con la mirada, y me sonrió débilmente. Entonces supe que me la cantaba a mí, y continuó.
Él es como un dios,
ella es como una virgen
y los dioses les enseñaron a pecar
y en la inmensidad
los dos unieron sus almas
para darle vida
a esta triste canción de amor.
Cuando hubo acabado, unas lágrimas aparecieron por mis ojos. Todo el mundo estaba confuso, pero sin duda agradecidos por la dulce música.
El prisionero me volvió a sonreír. Y ahora iban a ahorcarlo. No podía permitirlo.
Me subí a la horca, y me puse a su lado. Primero miré a Ralph, que se había llevado una mano a la frente y negaba con la cabeza, indicándome que volviera a bajar. Miré al sheriff.
-¡Por favor! ¡Es inocente!
-Señorita, ¿sabe que por esto usted puede ser también ahorcada?
-¡No pueden hacer esto! ¿Es que no lo ven? ¡No hizo nada!
Como sabía que me iban a dar largas, fui por otro camino.
-Puedo pagarles.
El sheriff, el sacerdote y el caballero me miraron interesados.
-¿De cuánto estamos hablando, señorita? Veo por su ropa que es usted de un alto linaje –me dijo el caballero.
-Qué les parece diez libras a cada uno.
Se lo pensaron, y después de mucho rato asintieron.
-Está bien.
Cogí la bolsita que llevaba debajo de mi túnica y se los di a cada uno. Era muchísimo dinero, pero estaba segura que la vida de ese hombre valía la pena. El sheriff los contó, asintió y el caballero, con ayuda de dos guardias, le quitaron la soga y las cuerdas.
-Espero que tenga usted razón. No solemos hacer esto ni por asomo, pero parece usted muy convencida.
“Ya, por eso, y por el dinero, maldito bastardo”, pensé.
Bajé de la horca seguida del prisionero guapo y bajo las miradas asombradas de todos los presentes. Sobre todo de la furiosa mirada de Ralph.
Cuando llegué a su lado, éste se encontraba de pie apoyado en el caballo, con los brazos cruzados, y las piernas también cruzadas, por los tobillos. Su boca formaba una fina línea.
Se incorporó.
-Estarás contenta, me has traído a un loro.
-No me parezco a un loro -replicó el chico.
-Claro que sí. Se nota que tienes pluma. ¿Cómo si no cantarías esa estúpida canción? –alzó la mirada hacia el joven-. ¿Tú…? ¿Nos hemos visto antes? Juraría que ya…
Pero el chico le ignoró, se volvió hacia mí y me hizo una leve reverencia mientras me cogía la mano y me besaba el dorso de ésta.
-Muchísimas gracias, bella dama.
-Oh, por favor –farfulló Ralph poniendo los ojos en blanco.
El joven siguió ignorándole.
-Si no fuera por vos, yo…
-¡No, por favor! No te preocupes. Ha sido un placer. Sé que tú no has hecho nada.
-¿Pero cómo es posible que lo sepa? Sin duda goza de una inigualable inteligencia como de belleza.
Me sonrojé, y aparté la mirada avergonzada.
Ralph bufó.
-Oye, que yo te dije lo mismo antes de ayer y me diste una patada.
-Perdona –le miré ceñuda-, pero tú no me cortejaste. Tú sólo me dijiste tus estúpidos pensamientos sin que te los hubiera pedido.
-Es prácticamente lo mismo, querida.
-Ah, ¿pero no sois hermanos? –preguntó el chico.
Ambos pusimos cara de repugnancia.
-¡No! –dijimos al unísono.
-Oh, perdón…
-¡¿Cómo se te ocurre esa estupidez?! ¡¿Eres ciego o qué?! –le soltó Ralph enfadado-. ¡No nos parecemos en nada! Ésta es mi prometida.
-Ésta tiene un nombre, ¿sabías?
Al joven se le hundieron los hombros, y suspiró.
-Oh. Lo siento mucho. Así que estás prometida con él… Realmente no lo parece.
-¡No, pero espera! Si yo le odio. No me gusta. Es malvado, cruel, egoísta, ladino, pendenciero… ¡Es horrible!
-Oye, que sigo aquí… -murmuró Ralph.
-¿Cómo te llamas? –le pregunté sonriendo.
Me perdía en sus preciosos ojos.
-Me llamo Edward. Un placer. ¿Y vos, preciosa dama?
¡Ay! ¡Pero qué amable!
-Soy… soy… soy…
-Se llama Raquel. Eh, idiota, despierta. Yo soy Ralph. ¡Eh!
Me dio un toque en el hombro.
-¡Ay! ¡¿Qué?!
-Que despiertes. Recuerda que con el que te vas a casar es conmigo, no con este.
-Para mi desgracia… -dije en un susurro.
Y para mi sorpresa, también lo había susurrado Edward.
Ralph puso los ojos en blanco y se subió al caballo.
-Venga, vamos, ya que has tirado el dinero en éste, al menos haz algo útil.
Fruncí el ceño.
-Mejor. Tú te quedas aquí, yo iré a buscar a alguien que pueda… Bah, olvídalo. Tú sólo espérame aquí.
Suspiré, y Ralph empezó a avanzar y se fue.