Me había quedado petrificada. Si este libro era suyo, eso quería decir…
No, no podía ser. Quizá aquel niño fuera un amigo al que le diera el libro, y luego me lo diera a mí o…
O quizá sí era él.
-Tú… tú eres…
Él también me miraba de hito en hito, petrificado. Nunca lo había visto tan vulnerable como parecía ahora. Es más, creí que era imposible verlo así.
-Por supuesto –dijo-. Tienes un año menos que yo, vives en el mismo lugar desde que me separé de ti, y lo más importante, te llamas Raquel. Era obvio. Qué estúpido he sido.
-¿Todavía te acordabas de mi nombre?
-Nunca me olvidé de él.
-¿Y no pensaste que podría ser yo…?
Negó con la cabeza.
-No. No te recordaba físicamente. Y no iba a parecer un idiota preguntándote si eras la niña que jugaba conmigo de pequeños a construir castillos de barro. No seas ridícula, Raquel. No es propio de mí causar esa mala impresión. Antes de nada, me gusta estudiar a la gente.
Sin saber el por qué, el corazón me latió desbocado.
¿Es posible enamorarse de dos personas diferentes el mismo día?
Antes creía que era una estupidez, y sobre todo, imposible. Ahora ya no lo creo. Porque era lo que me estaba pasando.
-Nuestros… nuestros padres lo sabían, por eso me eligieron a mí. Y por eso tenían tantas ganas de que nos conociéramos, y que nos lleváramos bien –dije impresionada-. ¡Incluso mi sirvienta lo sabía! Esto es increíble.
Me crucé de brazos, frunciendo el ceño. Miré hacia Ralph, que sonreía ampliamente mirando el cielo, risueño.
-¿En qué piensas? –pregunté después de un rato.
-En que ahora tengo muchas más ganas de casarme contigo que antes –me miró de una forma que me derritió-. Muchísimas.
Me ruboricé completamente, y bajé la mirada hacia el río. Saqué mis pies de él, los sequé con mi capa y me puse los zapatos. Carraspeé.
-Bueno, sí, quizá…
-Qué pena que ahora te guste ese tal Edward. Aunque aún así estamos obligados.
-Sí… esto…
¡Edward! ¡Ya no me acordaba de él! Pero cómo acordarme cuando los ojos más bonitos del mundo sólo me miraban a mí…
Sacudí la cabeza. Ralph se levantó, estiró los brazos y los colocó detrás de la espalda. Luego se giró hacia mí.
-¿Qué? ¿Vamos? Te recuerdo que seguimos perdidos.
-Oh, eh, sí, claro.
Se rió y se fue hacia el caballo.
Suspiré, aunque no sabía si era un suspiro de alivio… o un suspiro por él. Quizá a medias.
Fui hacia el caballo también.
Ralph me ayudó a subir, y luego se subió, sentado detrás de mí. Cogió las riendas, y yo me vi entre sus brazos. Creí que iba a desmayarme.
Qué raro. Hace sólo un día lo odiaba con toda mi alma, y ahora…
Quizá del amor al odio haya un sólo paso, pero del odio al amor hay un paso todavía más pequeño.