-Así que era eso, ¿eh? –se rió-. Al parecer, y después de algún esfuerzo, te caigo bien.
-Siempre me caíste… bueno, casi siempre me caíste bien. Es sólo que… eres tan… no sé cómo decirte…
-¿Imprevisible? Ésa es la impresión que quiero causar. No me gusta la gente. Y eso que debo tratar con ella.
-Oh. Entiendo.
Flexionó la pierna y apoyó el antebrazo en la rodilla, respaldándose en el tronco del árbol. Yo también me apoyé. Y ambos a la vez nos miramos.
Sentía cómo el corazón me iba a cien por hora, como loco, y cómo me ruborizaba. Pero no quería parar de mirarle. Me era imposible. Él sonrió levemente, alzó la mano que tenía encima de la rodilla y me tocó la mejilla ruborizada, vacilante por si yo apartaba la cara, con suavidad y ternura, algo que parecía imposible en él. Luego se apartó.
-Quiero contarte algo –dijo serio-. De pequeño creyeron que yo era… autista. Ese tipo de niños que no responden a nada.
-¿Y por qué?
-Porque, como ya dije, no hacía caso. Estaba todo el día en mi habitación. No me gustaban los otros niños, y siempre que me preguntaban algo los ignoraba. No me gustaba el mundo, a decir verdad. Pero cuando tú llegaste a él… Nuestros padres eran viejos amigos, ya sabes, y tu padre le dio la gran noticia al mío de que ya habías nacido. Pero mi padre no podía ir, así que tardamos un año entero en ir a verte. Con dos años, yo racionalizaba las cosas a mi manera. Mis padres todavía no habían perdido la esperanza conmigo. Y entonces, fue cuando te vi por primera vez. Estabas durmiendo en tu cuna. Yo no quería ir a verte, pero mis padres me obligaron. Eras… en ese momento creí que eras la cosita más bonita que había visto en mi vida. Al final no me separé de ti en todo el día. Y fue cuando dije mi primera palabra.
-¿Cuál…?
Miré hacia él, y me sonrió con dulzura.
-Mi nombre… -susurré. Él asintió.
Unas lágrimas aparecieron por mis ojos, pero intenté no derramarlas, aunque sin mucho éxito.
-Así fue como reaccionaron mis padres. Pero no quiero verte llorar –me enjuagó las lágrimas-. Se sentían tan contentos, que al final nos mudamos a tu ciudad. Y tú y yo crecimos juntos. Nos pasábamos todo el día jugando y demás. Hasta que, ya sabes, cuando cumplí los siete años, tuve que irme.
Suspiré.
-Sí… recuerdo que al día siguiente, al ver que no venías a jugar, me puse muy triste. Había llorado todo el día –dije.
-Lo siento. Aunque yo también lo pasé fatal. Supongo que descargaba mi ira sobre otros. Por eso soy así de… cruel.
-Ahora mismo no lo parece.
-Eso es porque… no sé, siento que estoy en deuda contigo. Fuiste la primera persona en el mundo que me hizo sonreír.
Después de todo esto, subimos al caballo y empezamos a avanzar otra vez. Pero esta vez yo rebosaba de felicidad.
Después de más camino, nos encontramos con otro pueblo. Me extrañó que no hubiera nadie por la calle. Pero Ralph parecía confundido.
-¿Qué pasa? –le pregunté mientras, en la entrada, bajábamos del caballo.
Frunció el ceño, y se cruzó de brazos.
-Es… es imposible. Se suponía que el camino por el que íbamos orientados tendría que habernos llevado a… -miró a su alrededor, y cerró los ojos, comprendiendo algo que yo no sabía-. Hemos ido hacia el sur. Nosotros vivimos en el norte. ¿Cómo he podido equivocarme?
-¿Puedo ayudaros? –preguntó una voz masculina detrás nuestra.
Di un respingo por el susto, y ambos nos volvimos. Era un hombre de mediana edad, que sonreía confiado, y que llevaba traje de monje, aunque tenía cara de cansancio y sombras bajo los ojos.
-Bueno, sí. Nos hemos perdido –contestó Ralph cauteloso-. ¿Por dónde se va hacia el nordeste?
-Oh. No estoy muy seguro. Pero el obispo Henry lo sabe. El problema es que ahora mismo está en misa.
-Bien. Le preguntaremos a él. Asistiremos a misa si es necesario. Vamos.
Sin darle ni las gracias al monje, fuimos a la catedral.
-¿Por qué no hay nadie por la calle? ¿Qué es lo que pasa?
-La enfermedad.
-¿Qué…?
-Es una enfermedad muy rara. Escuché que se expandió desde el extranjero hasta Italia, y de ahí al resto del continente. En ese país, la enfermedad es completamente mortal. Sólo resistieron unos pocos. En Alemania, Francia, España e Irlanda, ya son más de la mitad. Y aquí… está llegando. Lo que nunca pensé es que llegaría tan pronto. El monje debía de estar ocupado cuidando de los enfermos. Por eso estaba tan cansado.
Como el monje dijo, estaban en misa. Ralph y yo entramos con cuidado y nos sentamos en uno de los bancos libres. Había poca gente que rezaba con intensidad.
Una niña estornudó.
En ese momento fue cuando me empecé a encontrar mal. Se me revolvía el estómago, pero no dije nada. Durante el sermón, Ralph me miró preocupado.
-¿Estás bien? –me susurró.
-S… sí, sí, estoy… -carraspeé-. Estoy bien.
Frunció el ceño indicándome que no lo veía así, pero asintió. Al final de todo, cuando el obispo terminó, la poca gente salió de allí. Y de repente, la niña pequeña que había estornudado antes, entre el gentío, cayó al suelo.
Todos se sorprendieron, y la madre de la niña se arrodilló junto a ella.
-¡Está sangrando! –dijo entre sollozos.
-¡Hay que llevarla al convento! –dijo un hombre.
La mujer la cogió en brazos y salieron. Miré a Ralph, pero éste estaba en el altar hablando con el obispo.
De repente, me entró un calor repentino. Y empecé a toser. Cuando aparté la mano de la boca, me horroricé: tenía sangre. La cabeza me empezó a dar vueltas, pero resistí estando de pie. Aunque me tambaleaba ligeramente. No se lo diría a Ralph. El pobre ya tenía bastantes preocupaciones por culpa mía.
Me acerqué a ellos a paso lento, para intentar no caerme y delatarme.
-Bien. Ya está todo. Gracias.
-Muy bien, hijo mío, ¿pero no os gustaría confesaros y quitaros todos vuestros pecados?
-No. Mis pecados y yo estamos muy bien juntos. Ya sabe, no nos gusta que nos separen –miró hacia mí, y frunció el ceño-. Raquel, ¿te encuentras bien? Estás pálida. Y estás sudando.
-Sí… es que… bueno, aquí hace calor, ya sabes. Es normal…
-Estamos a finales del año.
-Lo sé, pero es que… Bueno, -carraspeé, aunque me escocía la garganta- ¿nos vamos?
Apretó los labios, pero luego asintió.
-Bien. Nos vamos ya. Chao.
-Muy bien, hasta pronto, príncipe Ralph. Espero que encontréis pronto vuestro lugar.
-Sí, sí, yo también.
Bajó del altar, y me empujó suavemente la espalda para que empezara a andar, pero yo casi doy un traspié por lo mal que me sentía. Al salir, seguía sin haber nadie. La gente debía de tener miedo por la epidemia. Pero quedándose en casa tampoco iban a conseguir mucho.
Al final no pude soportar el calor y el dolor y me desmayé.